DOMINGO 02 DE MARZO – CICLO C – 8 DOMINGO DEL T. ORDINARI – Evangelio de Lucas 6, 39 -45
En el Evangelio que la Liturgia de la Iglesia nos propone para hoy, Jesús nos invita a realizar en nuestras vidas una profunda reflexión y un sincero autoexamen que nos ayude a reconocer nuestros propios errores y enmendarlos con el firme propósito de ser mejores. Para lograr esto, se sirve de imágenes muy cotidianas y familiares para nosotros: el ciego, el discípulo, la viga y los frutos.
La primera imagen que nos muestra es la de un guía (junto a la imagen del discípulo-maestro), pero desafortunadamente ciego. Nuestro Señor no cuestiona las capacidades de este guía, pero al mostrarlo privado de la vista, esto lo incapacita totalmente para dicho oficio, lamentando así la suerte que corre quien se deja guiar por él. El guía necesita una visión amplia y clara, no a medias, necesita que sea total, pues va delante, de primero, sobre sus hombros pesa la carga de llevar a puerto seguro a todos quienes le han sido confiados. Por tanto, nosotros, que en tantas ocasiones Dios nos ha constituido guías y nos ha dado la oportunidad de ponernos delante de su rebaño, no nos podemos permitir que nuestra visión se vea parcializada o confundida, menos aún obstaculizada totalmente por sentimientos, afectos u otras cosas que no nos dejan ver con claridad la voluntad de Dios.
La imagen de “la viga en el ojo” es muy poderosa. A menudo, somos rápidos para señalar los errores de los demás, pero solemos ignorar nuestros propios defectos. Jesús nos invita a sacar primero la viga de nuestro ojo, es decir, a reconocer y corregir nuestros propios errores antes de intentar corregir a los demás. Es un llamado a la humildad y a la autocrítica, a reconocer que todos somos imperfectos y necesitamos la misericordia de Dios. Antes de juzgar a mi hermano, ¿soy capaz de examinarme a mí mismo y reconocer mis propias faltas?
Y como última imagen, nos habla de la importancia de dar buen fruto. Un árbol, sin lugar a duda, se conoce por sus frutos; ellos hablan de la salud y buen estado de aquel árbol. En nuestra vida, cada una de nuestras acciones, gestos y maneras de proceder se pueden entender como frutos de aquel árbol que es mi vida. ¿Ellos hablan bien de mi persona? Dios nos ha hecho “muy buenos”; por tanto, esforcémonos para que nuestros frutos no desdigan la originalidad creadora con la que Dios nos ha formado: el amor. Si queremos ser considerados buenos, debemos esforzarnos por hacer el bien y evitar el mal.
Finalmente, no obviemos las palabras finales de Jesús: “de lo que rebosa el corazón habla la boca”, pues ya hemos meditado sobre la necesidad de tener siempre una buena visión, así como la capacidad de reconocer nuestros propios errores, resumiéndose esto en testimoniar con nuestras obras la presencia de Dios en mi vida, con la predicación. Parte de la predicación son las palabras, y ellas deben reflejar aquello que habita nuestro interior. Si nuestro corazón está lleno de amor, bondad y fe, nuestras palabras serán amables, constructivas y edificantes. Pero si nuestro corazón está lleno de odio, rencor y maldad, nuestras palabras serán hirientes, destructivas y negativas.
En conclusión, todo aquello que hayamos podido reflexionar al fin del día tiene su trasfondo en el corazón, no como un órgano más que cumple funciones indispensables en nuestro organismo, sino como el centro de operaciones de nuestros sentimientos y acciones, donde se fabrican los sentimientos más nobles que realzan a la persona haciendo que su vida sea más hermosa. Pero así como puede llegar a su punto más culminante de bondad, ahí pueden maquinarse un sinnúmero de obras malas que desdicen de su naturaleza. El creador no nos hizo para el mal; que nuestro corazón sea muy amplio y capaz de amar, sin fronteras, sin mezquindades. Cuidemos de nuestro centro de operaciones (corazón) llenándolo de Dios, para que podamos dar a toda la creación el mensaje de Dios.

Hna. Amanda de Jesús Jumbo Benítez